Escrito por Juan Manuel Olarieta Alberdi, abogado, escritor y represaliado polític; publicado por Socorro Rojo Internacional y copiado aquí con su permiso.
Aún estaban los campos de batalla encharcados de sangre cuando en 1939 los fascistas promulgaron la primera ley de partidos, llamada Ley de Responsabilidades Políticas. Hasta que reescriban la historia por enésima vez, lo que hasta ahora sabemos es que en 1939 no había ningún parlamento, pero es que los fascistas no necesitaban parlamentos para redactar leyes como aquella de Responsabilidades Políticas.
A muchos las historias les aburren y me dicen que pierdo mi tiempo mirando siempre hacia atrás, pero el problema es que la transición no derogó la legislación fascista, así que los que nos tentamos la ropa a cada paso tenemos que tener en cuenta estas cosas. La Ley de Responsabilidades Políticas de 1939 sigue, pues, vigente, es decir, es de plena actualidad, es una ley “democrática”.
Quienes no pierden su tiempo mirando al pasado posiblemente no sepan que nada es lo que parece: los republicanos se alzaron en armas contra los fascistas, pero fueron derrotados y luego acusados, juzgados y condenados por el crimen de “rebelión militar”, según leyes como la que acabo de mencionar, que en su artículo 2 prohibió casi todo, especialmente los partidos políticos, los sindicatos y demás organizaciones que formaron parte del Frente Popular. Desde entonces, con diversos disfraces, los mismos siguen en rebeldía militar contra los mismos, una situación que, como todas las enfermedades mal curadas, se ha hecho crónica.
Pasaron 40 años, tras los cuales, por efecto del denominado síndrome de Estocolmo a la inversa, ocurrió algo extraño: los vencedores dijeron que deseaban pasarse a las filas de los vencidos. Quisieron ser demócratas, pero de una manera también extraña porque, si su deseo hubiera sido sincero, hubieran debido dar pruebas de ello, demostrarlo con hechos. Por ejemplo, podían haber legalizado a los partidos democráticos y no sólo a los suyos (que no eran democráticos). Pero no ocurrió nada de eso, sino todo lo contrario: no borraron las viejas leyes fascistas, como la de 1939, y aprobaron otras iguales que aquella (igual de fascistas).
Aunque no les gusten las viejas historias, los más viejos del lugar se acordarán de la primera ley de asociaciones políticas de 1976, otra ley fascista. Dijeron que aquella ley se aprobó para legalizar a las asociaciones políticas pero, como verán, ni siquiera hablaban de partidos políticos, un mal augurio que se confirmó: la ley prohibía aquellas “asociaciones” políticas sometidas a una disciplina internacional, es decir, los que no eran auténticamente españoles, los vendidos al oro de Moscú.
Cuando en 1976 la policía detenía a un comunista, el interrogatorio seguía el siguiente diálogo de besugos:
- ¿Tú eres comunista?
El detenido tiraba de orgullo y asentía: “Sí”. Entonces el policía inevitablemente le aconsejaba:
- Pues si allí se vive tan bien y te gusta tanto, ¿por qué no te largas a Moscú y nos dejas en paz a los demás?
En aquellos tiempos nació la teoría del “entorno”, que les sonará: en 1976 el PCE era la marca electoral del KGB lo mismo que en 2011 Bildu es la marca electoral de ETA, el PCE(r) la de los GRAPO, etc. Desde la transición vivimos atufados por una sociedad en cuyo supermercado -sea comercial o electoral- imperan unas marcas y unas franquicias que -a pesar de sus esfuerzos publicitarios- no engañan a nadie. Hasta el más tonto sabe que la leche de la marca Clesa es la misma que la de Puleva; al fin y al cabo todo es (mala) leche.
¿Qué pasó con el PCE-KGB en 1976? ¿Fue legalizado? Que las marcas no les confundan; las cosas no son lo que parecen. El gobierno de Adolfo Suárez hizo lo mismo que hoy ha hecho Zapatero con los partidos políticos que, como Bildu, aún pretenden recuperar su legalidad después de 70 años de permanente “rebelión militar”: no legalizó nada sino que envió los papeles a los tribunales. Las decisiones nunca han sido, pues, políticas sino técnicas, es decir, que al no existir democracia el problema se sigue planteando hoy en los mismos términos que en 1939: esos partidos políticos que pretenden ser legalizados, ¿son unos criminales o tienen algún derecho en lo que piden? ¿cuál es la diferencia entre un crimen y un derecho? ¿hay alguna diferencia?
Desde 1939 todo está vuelto del revés. Si la transición hubiera sido un proceso democrático, los gobiernos hubieran debido demostrar algún interés por legalizar a aquellos partidos que durante décadas habían luchado por la democracia. Pero ocurrió lo contrario: fueron los partidos democráticos los que mostraron interés por legalizarse. En aquella época a eso se le llamó “ventanilla”: no eran los fascistas los que tenían que pasar por la ventanilla para adquirir patente democrática sino, al revés, los demócratas debieron demostrar que lo eran. No bastaban las batallas libradas durante 40 años a sangre y fuego.
Algunos pasaron por la ventanilla, es decir, pasaron por el aro que los fascistas les pusieron delante: cambiaron los estatutos, cambiaron los nombres, cambiaron las banderas... hicieron todo lo que el gobierno de turno les exigió. Pero nadie exigió nada a ningún gobierno fascista, nadie exigió responsabilidades ni a la monarquía, ni a la banca, ni a la Iglesia , ni a la policía, ni a los jueces. Ésa es la esencia de la transición: no fueron los fascistas los que se incorporaron a la democracia sino los demócratas los que se incorporaron al fascismo.
Los fascistas siempre han creído que los problemas se solucionan a palos, convirtiendo lo político en judicial, es decir, con sumarios, detenciones, cárceles y demás. A veces así logran retardar el estallido, nunca impedirlo. Por eso se les han acumulado los asuntos sin resolver; a los viejos se le han sumado los nuevos. Ahora que los indignados hablamos de participación política, conviene recordar que entre los múltiples asuntos que tiene pendientes en este país, uno de ellos es la legalización de los partidos políticos, sin lo cual nunca podrán hablar seriamente ni de democracia ni de participación. Es tan sencillo como la prueba del algodón. Basta que aprueben una ley democrática de verdad con sólo tres artículos: el primero dirá que queda derogada la ley fascista contra los partidos políticos, el segundo los legalizará y el tercero librará de la cárcel a los que han defendido los dos artículos anteriores.