Es un hecho admitido por casi todos que la Historia la escriben los vencedores (los asesinos, dicen otros), que los perdedores tardan años, siglos, en escribir la suya si acaso la escriben alguna vez.
¿Qué parte de la historia que conocemos, actualmente, es verdad? Y qué parte es la creemos conocer. Y de la que conocemos (y no siempre aceptamos), qué parte es la que más rápidamente queremos olvidar.
José Saramago, premio Nóbel de Literatura, decía en el texto publicado en el Diario La Jornada que cuando toda España se movilizaba diciendo ¡No a la guerra! e intentando evitar lo que se habían empeñado en llamar, oficialmente, guerra preventiva (sabiendo, como sabíamos, que se trataba simplemente de terrorismo de Estado); Bush, Blair y Aznar, explicaban al mundo que éramos unos ingenuos, unos incapaces para comprender la grandeza de la gesta bélica que se preparaba y los beneficios de ella. Además, con ganancias o sin ellas, aquellos occidentales preciados de serlo debían luchar unidos, auspiciados por ese Dios que le susurraba a Bush en el oído, contra los que intentaban desestabilizar nuestros valores y nuestra cultura. Los que no estábamos con ellos éramos unos vendidos, los rojos de siempre, los antisistema.
Eso fue lo que nos vendieron, lo que nos contaron. ¿Lo recuerdan? No importaba entonces, como en muchos otros momentos, que todos y cada uno de los datos que decían poseer y por los que empezaban la guerra fueran sólo manipulaciones y falsedades. No importaba que los motivos que nos ofrecían para desencadenar la guerra se derrumbaran hechos añicos a los pocos días. ¿Se acuerdan?
En el diálogo “La decadencia de la mentira”, Óscar Wilde, a través de uno de sus personajes, dice: “¡La mentira! Creí que nuestros políticos la practicaban habitualmente”. A lo que su interlocutor contesta: “Le aseguro que no. No se elevan nunca por encima del nivel del hecho desfigurado y se rebajan hasta probar, discutir, argumentar. ¡Qué diferente esto con el carácter del auténtico mentiroso, con sus palabras sinceras y valientes, su magnífica irresponsabilidad, su desprecio natural y sano hacia toda prueba!”.
Una de las pruebas, a nuestro alcance, es que hace pocos días, las páginas de El País hablaban de que los muertos estadounidenses este mes, la mayoría en Bagdad, se acercan en dos semanas a los 70. El aumento del número de bajas dicen que se debe a la agresividad con la que se ven obligados a patrullar por la ciudad para tratar de reducir la violencia sectaria. De cualquier manera que se diga, se trata del mayor incremento de muertos desde enero de 2005 (en total más de 2777).
Pero esto no es lo único preocupante. Lo triste es que los expertos y analistas hablan de que "los datos sugieren que aunque Irak no está perdido, tampoco se puede decir que Estados Unidos y sus aliados estén ganando" que "La idea de que Irak sería una democracia ejemplar para transformar la región fue una patética fantasía neoconservadora desde el principio" y que “cada vez menos gente de las élites políticas e intelectuales crea que mantener el rumbo en Irak es bueno para la guerra contra el terrorismo”.
¿Y qué sacamos, en conclusión, de todo esto? Que cuando Estados Unidos decida dejar su “intervención” porque ya no le ofrece ningún tipo de popularidad o beneficio a corto o medio plazo pasará lo que ha pasado en otros cientos de lugares invadidos por los yanquis: Que el pueblo iraquí pagará con hambre, escasez, y deuda a esos países ricos (encabezados por Norteamérica) que aunque no apoyaron (en su mayoría) la guerra sí la consintieron.
© Cristina Caramés Espada, columnista del Diario de Ferrol; publicado con permiso de la autora.
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